Terminada la pizza y llenado nuevamente el vaso con bebida para una noche de estudio, me siento para comenzar a hacer un trabajo. Es tarde; Nome concentro. Estás ahí, latente en lo que se llama corazón. Trato de ensayar sobre el trabajo que realizo, sobre Braudel; no puedo. Busco algo más de mi gusto: Apolo y Dioniso; tampoco. Mis pensamientos se han vuelto monotemáticos, determinados por tus bellos ojos y tu hermosa sonrisa.
Toda búsqueda de distracción es en vano, pues dura muy poco. Al contrario con lo que te pasa a ti conmigo, tú en mí aún permaneces. Busco música para anestesiar por un momento mis emociones. Toda canción me habla de ti. Todas me invitan a viajar entorno a tu belleza; recorrido que no percibes, o quizás sí, pero que no tienes la intención de hacer recíproco.
Siempre recordamos. Diversos “elementos” nos ayudan a realiza ese viaje al pasado en nuestras mentes, que nos permiten volver a sentir aquello que se sintió en algún momento. Un olor, un lugar, un árbol, una música, amigos, un poema, unas caricias, etc. Cuando ese algo se da, despierta ese recuerdo que no está muerto, porque en nosotros vive. Podemos estar muy sumergido en nuestro contexto actual, estudiando, jugando a la pelota o al tenis, yendo a comprar el pan, conversando con amigos, etc., pero si algún elemento que despierta recuerdos se presenta, ese perfume que ella usaba o la música que en algún momento ella dedicó no nos podemos resistir, pues inevitablemente se realizará ese viaje virtual al pasado, reviviendo, aprehendiendo nuevamente esos momentos de tierna reciprocidad; claro está, desde una triste individualidad.
Podemos pensar entonces que los recuerdos se dan por instantes, sólo cuando llega eso que hace recordar o cuando simplemente nos tiramos en el pasto y por propia voluntad queremos visitar por un corto rato el pasado; ¿pero qué pasa cuando todo, o casi todo me evoca tu persona? Estamos ante un recuerdo permanente y constante, casi enfermizo.
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(*): Leer advertencia; costado derecho del blog.