Y el niño volvió a la playa en la que jugó algún día. Quería divertirse nuevamente, tal como lo hizo en su última visita, pero ya no tenía su pala y su balde; ambos se le extraviaron aquella vez, pero él no se acordaba. Pues no tenía nada que hacer, sólo sentarse y mirar el mar y sus olas, y ver como cada segundo el sol caía en el horizonte. De pronto corrió un fuerte viento que pilló de sorpresa al niño, el cual sintió, nuevamente, mucho frío. Se tapó la cabeza con sus pequeñas manos, mas el frío se metía entre sus delgados dedos. El viento dejó de soplar y de a poco el frío se fue. A lo lejos, se dio cuenta que el viento sopló la arena que ahora dejaba ver la pala y balde, y recordó que con ellos construía castillos de arenas en tiempos anteriores. Corrió hacia ellos, con mucho nerviosismo removió la arena que aun permanecía sobre sus nostálgicos juguetes. Tomó su pala y su balde y volvió a jugar, construyendo una vez más, castillitos, esta vez no de arena, sino de recuerdos.
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