Me senté, deslicé el cierre de mi mochila para abrirla y de ella retiré un libro sobre la Antigüedad Tardía, de Marrou. Al rato de comenzar mi lectura, pegándome el sol en la nuca, escuché un extraño sonido. Guardé rápidamente el libro en mi mochila, me levanté, y traté de acercarme al origen de aquel raro sonido con mis oídos. Descubrí de dónde venía, lo encontré. Era por la entrada principal de la estación del metro Baquedano, que es como un hoyo, allí donde hay una triste y pequeña plaza, la cual contiene unas cuantas flores que mueren de tristeza al no poder recibir constantemente durante el día la luz del sol, pues el borde de aquel agujero las sumerge en las sombras.
En una de sus esquinas había un payaso pintado de melancolía. Era él quien generaba el extraño sonido, o más bien era su extraño instrumento. Al verlo, me di cuenta que aquel sonido sólo podía ser producido por tal rara combinación. Me pregunté cómo se podría llamar algo así, y no le pregunté a nadie, yo lo bauticé; por nombre, le di el “violín posmoderno”, pues el melancólico payaso creaba tan llamativo sonido con un serrucho y un arco de violín.
El payaso de la melancolía estaba sentado, su sombrero tirado en el suelo; no abandonado, al contrario, tenía una enorme función, pues servía de recipiente para las generosas migajas que la gente le daba al triste payaso por su música. Ésta, el payaso le originaba poniendo el serrucho entre sus piernas, obviamente el mango, pues si dejaba en sus entrepiernas la ancha hoja, le podía ser perjudicial para sus íntimas partes. Así, con la mano izquierda tomaba el extremo de la sierra, la cual presionaba un poco al suelo, para formar una curva. Tomando el arco de violín con su mano derecha, y agitando la lata con su mano izquierda y moviendo sus piernas al ritmo de la música, le propinaba suaves golpes con las fibras de pelo de caballo. Pues así, nacía tan extraño sonido.
Yo lo miraba todo sentado arriba, al costado del inicio de la escalera (o el final, depende del cómo y del dónde se la mire). Aún más extraño que el “violín posmoderno”, era su sonido. Era cómo el de un pájaro que canta en la mañana. No, mentira, nunca he escuchado a un pájaro cantar de esa forma. Más bien era como un sonido de invierno frío y tormentoso, de fuertes vientos que chocan con los techos de las casas, revolucionando sus latas. Tampoco, ese sonido es demasiado tosco, éste más bien era suave.
¡Ya sé! ¡Era un sonido fantasmagórico! ¿Nunca lo han escuchado? Perdón, yo tampoco, pues nunca he visto un fantasma y creo que tampoco existen. Me refiero a ese sonido estereotipado de Hoollywood. ¿Nunca han asustado a alguien? ¡Buuuuuuuuuuuuuuuuu! ¿No les parece familiar? Pero con la “b” no tan marcada, y las “ues” no tan parejas, sino cambiando a cada instante su intensidad. Algo así como “¡bUuUuUuuUUUuuUuuU!”.
Escuché y observé aquel fantasmagórico sonido durante, creo, más de una hora y media, con el sol pegándome en la cara al comienzo, para luego esconderse detrás de las montañas de cemento con ventanas. Me di cuenta que a toda la gente le llamó la atención el sonido que generaba el “violín posmoderno” del melancólico payaso. Muchos también le daban migajas materializadas en unas monedas. Cuando la mirada de alguna persona chocaba con la melancólica mirada del melancólico payaso, éste le sonreía y hacía un par de movimientos cambiando el ritmo del sonido. Así se ganaba su simpatía y le daban más migajas que para él eran un verdadero tesoro.
En un momento pasó un niño de la mano de su querida madre; el niño nunca le quitó la mirada mientras avanzaba al melancólico payaso, y éste se dio cuenta; de golpe paró de tocar, retiró su mano izquierda del extremo de la sierra, y se la llevó al bolsillo de la camisa, a ese que típicamente está justo dónde se ubica el corazón, y apretó dos veces; un muñeco tenía en aquel bolsillo, el cual al ser apretado chillaba; pues así chilló dos veces, y al escucharlo el niño sonrió, y el melancólico payaso también, aunque el pequeño no le entregó moneda alguna. Pero eso no importó, el payaso igual sonrió.