Recuerdo que me volvías loco. Cada vez que nos juntábamos era como si se tratara de la primera vez, de la primera complicidad entre ambos. Te buscaba y a veces no te encontraba, no porque te escaparas, sino porque jugábamos a eso. No era algo pactado entre los dos, se daba solo. Y es que era muy raro lo nuestro. La segunda vez, la tercera vez, la cuarta y así, contando hasta la penúltima; fueron todas al mismo tiempo como la primera vez. Era existencialismo puro. En cierto sentido nos olvidábamos de nuestra experiencia juntos; vivíamos cada momento como algo nuevo, sin referentes. En nuestros consciente sin duda que estaban grabados los momentos previos; pues claro que era así, por algo están ahí o acá, en la memoria. Pero algo pasaba, algo hacía que en la práctica dicha experiencia no se manifestara. Es que insisto, era muy raro. Cada una de esas veces nos sumergíamos en una nueva complicidad. Era eso lo que me gustaba de ti, lo que me gustaba de mí, ¡lo que me gustaba de nosotros! Era lo que me volvía loco, sentir cada vez ese nerviosismo tan agradable de ser la primera vez. De sentir que todo volvía a comenzar, de que todo empezaba; pero no en tiempo pasado. No era que algo empezaba de nuevo, sino que algo en ese momento recién comenzaba. No sé si explico bien la diferencia, pero se entiende con lo que decía: era como si no había pasado. Todo se daba ahí, todo comenzaba recién en cada una de esas veces. No volvía comenzar, porque no había experiencia previa, o más bien a eso jugábamos. Y era agradable, demasiado agradable para mí. Era una informalidad, sin lugar a dudas. Pero la sentíamos; por lo menos yo respetaba la informalidad. Te sentía, y eso me invitaba a respetarlo. Me invitaba convertir dicha informalidad en una formalidad. Formalidad no establecida. “Y tú, ¿qué tienes con ella?”, a veces me preguntaban; “no sé”, contestaba. ¡Es que no lo sabía! Y no sé por qué lo volví a pensar ahora, volver a plantearlo. Es que en esos meses que se iban repitiendo esas primeras veces lo pensaba a cada rato: “¿qué tengo con ella? ¿Y si lo formalizo?” ¡Ja! Nunca dimos ese paso. Pero no, no me arrepiento en no haberlo hecho, pues sería, mentalmente, prescindir de lo que se vivió con posterioridad. Y no, no quiero prescindir de aquello. Recuerdo que tenía miedo a que no quisieras dar ese paso; y a la vez, me encantaba lo que teníamos, por lo menos esas veces que nos juntábamos y lo sentíamos como la primera vez. Al final, parece que se notó que no te gustaba esa informalidad; y quizás, también, nunca pensaste lo nuestro como lo estoy planteando ahora. Y no sé, en realidad no sé porque volví a recordar todas esas primeras veces; no lo sé, la verdad es que no lo sé. A veces siento que me gustaría volver a tener una de esas primeras veces. Es que recuerdo la última, y sabía en ese instante que era la última. Interpreté lo que se dijo, lo que estaba pasando en ese momento. Y te abracé sabiendo que era la última vez que te sentiría así. Y te despedí con una angustia enorme, sin comunicártelo. Era raro pensar que era la última vez si no lo habíamos decidido en ese momento, pero es que todos los signos daban para pensarlo; y así lo tomé, como nuestra última vez. Y así sucedió. Era la primera vez que no te sentía como si fuese la primera vez.
La dinámica de la existencia: ¿acumulativo o espontáneo?
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Cada uno de nosotros, al tropel de nuestra propia experiencia, va creando su propia pauta de concebir la vida, su propia filosofía. ¿Propia? Eso dependerá de cómo lo hacemos, en el sentido de que se nos imponga una manera específica de ver la vida, o si cada uno de nosotros va construyendo la suya, con la abierta posibilidad de ir encontrando consonancias con “pensamientos mayores”, es decir, con esos pensamientos propios de una filosofía académica, la de los pensadores consagrados. Aún así, la construcción propia de una forma específica de ver el mundo (como a mi parecer debiese ser) o la imposición de una filosofía acumulativa (como lo suelen hacer muchos de nuestros padres, que dioses se creen), requiere de una serie de patrones que definen esa filosofía en particular, pues todas éstas contienen premisas. La filosofía está en cada uno de nosotros, de manera que podemos ser conciente de aquello descubriendo el cómo pensamos y encontrando esas consonancias con expresiones filosóficas acontecidas en el círculo académico-intelectual propio de la filosofía. Como también, podemos tener una filosofía, una forma de ver el mundo pero con patrones de los cuales no estamos concientes, o más bien, nunca hemos llevado una teorización personal acerca de esas pautas filosóficas que cada uno posee. Lo anterior puede llevarnos de manera más fácil a la incoherencia, pues como no transformamos esa forma de ver el mundo en un patrón único-coherente, podemos actuar de las más diversas formas en diferentes momentos y situaciones que nos pone nuestra libre existencia. En cierto sentido, teorizar sobre nuestra filosofía nos permite generar un patrón único de ver el mundo, que nos invita a la coherencia; no obstante, ésta no está asegurada.
El cristianismo en su esencia, esto es, las enseñanzas que nos han llegado de Cristo, es el respeto, comprensión y amor hacia los demás. En ese sentido, y tomando en cuenta ese otro cristianismo creado por los hombres, muchos de sus aspectos son incoherentes con lo pregonado por su Mesías, partiendo por la propia jerarquización de sus iglesias y una serie de prácticas doctrinales destinadas a la exclusión de diferentes opciones de vida.
Muchas veces la doctrina cristiana se pasa de generación en generación como un conocimiento acumulativo, y así mismo ésta se ha ido creando en el tiempo: la jerarquía familiar juega un papel importante, pues la más alta cúpula de aquélla (puede ser los padres o los abuelos, depende como esté constituida cada familia) prepara el camino para que el hijo se sumerja en la concepción cristiana de la vida. Cuando digo que el propio cristianismo ayuda en esto, me refiero por ejemplo a sacramentos (dentro del cristianismo católico) como el bautismo, la confesión y la eucaristía. Seamos críticos y preguntémonos: ¿no es a caso la voluntad de los padres o jerarcas familiares de turno interesados en que el niño sea bañado en dicha filosofía, la que se impone? Pues claro, si le preguntamos a un niño que está viviendo aquel proceso nos puede responder fácilmente que sí, que quiere vivir ese proceso. Pero detrás, están los designios de los padres, sobretodo con el bautismo. Son los dictadores familiares los que buscan hacer de esa nueva existencia una persona cristiana-católica. Pues todo lo anterior, es normal en cualquier familia con cualquier expresión religiosa. Dicho de otro modo, cada religión que tenga ese proceso de introducción a la misma, en el cual hay que librar una serie de etapas, es parte de un conocimiento acumulativo, en cuanto desde la más temprana edad se requiere de la voluntad de los padres para que el niño sea introducido a dicha religión. El bautismo, en esencia es para el niño, pero los argumentos de su validez como tal, están dirigidos a los padres, pues bien saben las cúpulas religiosas que son ellos los que decidirán si bautizar o no al infante. Es, ante todo, una de las principales premisas de las concepciones de una filosofía religiosa sustentada en una institución que busca fieles. La persona crecerá sabiéndose parte de una religiosidad, aceptando sus dogmas y paradigmas religiosos; aceptación que muchas veces está ausente de un proceso crítico en cuanto a la coherencia de la piedra angular con la cual se funda dicha religión, pues de partida, el cristianismo nunca debió jerarquizarse, y el sólo hecho de ser parte de las decisiones que emanan de dicha cúpula religiosa, como lo puede ser el papa o los jerarcas de las demás expresiones de cristianismo, es un tipo de incoherencia. Dicho de otro modo, es sumamente difícil lograr una coherencia en estas formas de conocimientos acumulativos, pues desde la más temprana edad se va aceptando las ideas entregadas por los semidioses que representan nuestros padres en su afán de crear copias en cuanto a sus pensamientos.
Puede parecer que esa jerarquía familiar nos determina. Esa idea la rechazo de entrada, y me refugio en la premisa orteguiana: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Pues bien, es la propia premisa orteguiana la que se encarga de desechar esa idea de que son las circunstancias las que nos determinan. Ortega y Gasset al respecto nos dice que las circunstancias son esos aspectos que nos aparecen en nuestras vidas ante los cuales tenemos que decidirnos. La relación “yo y mis circunstancia” se basa no en términos de determinismo, sino en términos de mutua influencia. Si ejemplifiqué el conocimiento acumulativo con las características propias del cristianismo en cuanto a su introducción a él, fue por el simple hecho de que aquel proceso fue parte de mi existencia, y en ningún caso con la intención de ser hostil con el cristianismo. Aclaro aquello para apoyarme en la idea que dicha forma de conocimiento acumulativo, o más bien las intenciones concentradas en las viejas generaciones cercanas a nosotros (nuestros padres, abuelos, etc.) para que seamos parte de sus paradigmas, no nos determina. Podemos tomar la influencia filosófica de nuestro entorno como parte de nuestra circunstancia. En mi experiencia, dicha circunstancia familiar no me determinó. Determinismo es un concepto que ante todo nos lleva a lugares absolutos, con ausencias de excepciones. Todo está dicho, todo está escrito. Si un conocimiento acumulativo es determinista, no hay forma de escapar de él. Es así como la premisa orteguiana nos ayuda a entender este aspecto, pues conocimiento acumulativo, en cuanto circunstancia, no nos determina, y claro ejemplo de ello puede ser uno mismo, en este caso, yo. Mi familia eligió para mí una espiritualidad determinada. En cierto sentido, aspiraron a determinar un ámbito de mi existencia. Muy probable es que no lo hayan hecho con la intención de determinar mi existencia, es decir, con la intención conciente de hacerlo. Sólo se hace con la mentalidad de concebir dicha espiritualidad como verdadera, como el buen camino. En este caso, la intención es positiva. No obstante, se debe reconocer en esa misma mentalidad ese afán por hacer heredar la propia espiritualidad, ese egocentrismo de ver reflejada en la descendencia lo que uno ha sido: construirnos a su imagen y semejanza. No determina, pues pude desviar ese camino que para mí mis circunstancias familiares habían creado. En ese aspecto, la premisa orteguiana toma sentido.
Como vemos hay opciones para con los conocimientos acumulativos. Podemos aceptarlos como también podemos desecharlos. Acá entra en juego la espontaneidad de las generaciones. Esta idea se encuentra también en Ortega y Gasset, pero el pensador español lo trabaja, desde mi entendimiento, a un nivel más macro, dado que habla sobre “pensamiento de una época” y las actitudes que una generación de otra época puede tomar ante aquélla. Creo que la idea igualmente nos sirve, en cuanto se disminuye la escala de análisis. No es una generación completa de una época determinada, sino la experiencia que cada uno puede vivir con los paradigmas que se nos son entregados. Pues bien, Ortega nos dice que son dos las actitudes que una época, una generación, puede tomar ante las ideas de una época pasada: verse a sí misma (época actual) como el desarrollo de ideas originadas anteriormente; la otra opción, es cuando la generación de la época actual ve esa necesidad de reformar el paradigma reinante.
En el conocimiento acumulativo, la crítica es difícil, pues estamos ante un paradigma que se ha presentado como verídico toda nuestra vida ¿por qué habría que cuestionarlo? Puede que la convivencia y el conocimiento de otras formas de pensar nos lleven a la crítica. Crítica que no del todo nos llevaría al rechazo de ese paradigma inculcado, sino también a reforzarlo. Es así como cada uno de nosotros posee esas dos opciones ante el conocimiento acumulativo: aceptarlo o buscar la espontaneidad de nuestra propia concepción filosófica o búsqueda de la misma. No estamos determinados a los paradigmas que se nos entregan desde nuestro nacimiento, sino más bien tenemos la posibilidad de la espontaneidad de elegir nuestros patrones de pensamiento gracias a la crítica que puede surgir. La existencia es dinámica.
Significados para con este acto hay muchos, y dependerá del paradigma amoroso, por así decirlo, que cada uno posea. Lo anterior, hay que tenerlo claro, pues creo que el acto del beso se influencia en su cómo, en su forma, por el propio significado que le damos a éste. Si usted cree ciegamente en los besos sin contenido, vacíos de sentimiento amoroso, de esos netamente del y para el rato, para la diversión, este no es su instructivo; acá no encontrará nada que le interese. Pues bien, entenderemos el besar como una pequeña y a la vez gran explosión de sentimiento concentrado.
Antes que todo, asegúrese de tener a su lado, o al frente (los besos con la persona al lado generan, por efecto de la propia posición en la que se está, una agradable sensación que va desde el centro del vientre hasta el inicio y gran parte del cuello), a una persona con la que previamente se haya dado un momento de tierna complicidad. Sólo de ese modo el beso llega a funcionar como esa explosión de la que se habló. Es necesaria una historia previa, por muy pequeña que lo sea; esa tierna complicidad que de cierto modo nos dice que ya hay algo, hay con qué significar el beso; hay en definitiva, esa química que vuelve tan sabroso juntar los labios con el cómplice. Cómo generar dicha complicidad es el ingenio de cada uno. No es nuestro tema, por ahora.
Ya con nuestro cómplice a nuestro lado o al frente, como le acomode a usted, es necesario que se crea cierta cercanía física. Ésta es esencial para que el acto del beso funcione, pues éste es cercanía; es contacto, es conocimiento físico. Si se está muy lejos, en ausencia de cercanía, el intento de besar podría resultar un tanto engorroso. Se requiere que ambos cuerpos estén en contacto; es la cercanía mínima. Así es más fácil crear nuevamente esa complicidad necesaria. Esa cercanía es una especie de manifiesto de intención. El contacto dice mucho, manifiesta eso que los dos saben que pasará. Una vez en esa situación, puede empezar a jugar con las miradas. Clavar sus ojos en los de su cómplice y retirarlos al instante. Jugar con los tiempos de esa inmovilidad visual; no obstante, inmovilidad llena de vida, que al igual como la cercanía física, manifiesta intención. Nerviosismo. Eso sale de la mirada de los cómplices. Eso tiene que tratar de demostrar. Un nerviosismo que también dice mucho. Es un lenguaje algo así como en clave. Cercanía y miradas nerviosas. Juego de contacto con las manos. También es muy agradable. Tenemos un lindo instante previo armado, pues faltan pasos importantes. Busque una cercanía más decidora, que ya no sea un manifiesto de intencionalidad indirecta, sino que demuestre claramente lo que busca: los labios de su cómplice. Puede empezar por contactar la parte lateral de su cara con la de su cómplice, como si quisiese buscar descanso en él. Ya sabemos que todo está dicho. Movimientos lentos que buscan poner las caras de frente. Los labios cada vez más cerca, se buscan. Se topan esas partes suaves que son las mejillas. Lentamente se siguen acercando los labios. El nerviosismo aumenta. Cada vez que se acercan, ir retirando lentamente su piel con la piel de su cómplice, sin dejar que desaparezca esa cercanía. Tratar que ambas narices hagan contacto. Todo esto, para dar una última mirada a su cómplice. Ver sus ojos. Congelar ambos ojos en los del otro, no con frío, sino con calor. Verse en los ojos de su cómplice, recordando que tal momento es de ustedes dos, de nadie más. Un par de segundos donde el nerviosismo sigue aumentando. Puede que salga una mutua sonrisa nerviosa; déjela salir.
Ahora busque el roce de los labios. Recorra con sus labios, suavemente, los labios de su cómplice. Entre tanto, las manos buscarán un lugar en el cual refugiarse. Sus manos, con las de su cómplice, se harán prisioneros atrapándose al mismo tiempo. O bien, puede acariciar el cuello de su cómplice. Las manos, en definitiva, buscarán el lugar donde la hermosa complicidad las lleve. Y los labios continúan conociéndose. Y las bocas buscan abrirse, con gran lentitud. Y sus labios siguen en su conocimiento mutuo, recorriéndose, tocándose entre ambos. Cada vez el roce con el labio de su cómplice se vuelve más intenso. Tus labios se tienen que separar cada vez más, abrirse, y entre poner en ese espacio una parte de los labios de su cómplice. Y los labios se hacen suyos, se aprietan, mientras tus dedos con los dedos del cómplice se acarician y se juntan. La lengua prisionera buscará su libertad en el momento que tus labios se abren, y su libertad la encuentra en la prisión de la lengua de tu cómplice. Y saldrá y la buscará; tratará de recorrer el espacio que ya no existe entre ambas bocas, pues los labios están juntos. Y se encontrará con la lengua del cómplice que al igual que la tuya busca la libertad. Y se tocarán, y al igual como tus manos y las de tu cómplice, y al igual como tus labios y los de tu cómplice, ambas lenguas vivirán su propia complicidad, tendrán su propia seducción, tendrán su propia historia, su propio momento de hermosa reciprocidad.
Con lo anterior quizás logre un beso. No obstante, el momento no se ha completado, pues el beso es expresión de amor, y éste es un “eterno insatisfecho”. La historia seguirá, y tú y tu cómplice bien lo saben.
Creo que te pasa lo que le sucedió, supuestamente, a una mujer del siglo XII; “sigues obsesionada, en el corazón mismo de las devociones, por el recuerdo de la voluptuosidades perdidas”. Es así como Georges Duby, medievalista francés, analiza lo que le ocurre a Eloísa. Ella se amó con Abelardo, el gran intelectual de su época; y de ese amor quedaron cartas, las cuales el historiador pone en duda en cuanto aceptar si fueron escritas por Eloísa. Más bien plantea que son cartas que cumplen la función de un exemplum: mostrar la moral a seguir.; por tal efecto, plantea el gran medievalista, es probable que fuesen escritas dentro de las murallas de algún monasterio de aquel entonces, y no precisamente de la mano de Eloísa, siguiendo órdenes de sus sentimientos. Contar la historia no es tan necesario, sólo mencionar que la pasión que de ella se originó ya no podía vivir en Abelardo, pues el tío de Eloísa, Fulberto, lo mandó a castrar. Es así como Duby interpreta la permanencia del deseo de Eloísa, quien “no consigue arrepentirse en su naturaleza femenina”; no puede ser castrada, y el deseo carnal vivido en el amor con Abelardo en ella permanece.
¿Pues no es eso lo que te ocurre? ¿No es esa la razón por la que has mirado a un pasado, que para cualquier persona externa a tus emociones se hace absolutamente estúpido que mires? Sufriste, te hizo sufrir más que nadie, pero acá estás tú, víctima de tus recuerdos, víctima, como lo dice Georges Duby, del recuerdo de las voluptuosidades perdidas. Te hizo sentir mujer, tal como Abelardo lo hizo con Eloísa; pero también te hizo sentir nada mediante su traición, mediante su engaño ¿Tanta permanencia tiene la pasión? ¿Tanta fuerza posee, que a pesar de todo lo llorado, de todo lo que él te hizo aún lo deseas? Pasión, recuerdos, que tapan todos sus defectos, que tapan su fealdad como persona. Nada de eso importa, te hizo sentir mujer y sólo eso vale para que tú desees que ese pasado vuelva al presente y con él construir el futuro.
Perdiste muchas cosas por esa pasión que permanece; perdiste personas que estaban dispuestas hacer de ti el centro de su existencia, a tratarte como nunca nadie te había tratado, con la más hermosa de las reciprocidades, y tú misma así en algún momento lo percibiste y lo dijiste. Quizás, algún día (si es que el proceso aún no se inicia) te des cuenta que tal permanencia te jugó en contra, y lo que dejaste pasar era mil veces mucho más valioso, pues era respeto y ante todo, amor.
No hay nada mejor que querer y ser querido. Se trata de un sentimiento recíproco que se manifiesta en la práctica, y cuando aquello se da, se es feliz. Asimismo, no hay nada peor que querer y no ser querido. El sentimiento está, y en el fondo es el mismo: amor. Pero como vemos su contexto es diferente, y genera un posicionamiento emocional diferente. ¿Pero por qué, cuando ese sentimiento no es correspondido, de diferentes maneras, lo manifestamos en escritos, dejando huellas de dolor como menciona el historiador francés? Creo que se debe a la esencia del sentimiento en cuestión. El amor, parafraseando a Ortega y Gasset, es movimiento, es acción, es actividad. Se demuestra, se vive, se actúa. Estamos hablando de un amor recíproco, donde existe un dinamismo mutuo; ambos se buscan, ambos se abrazan, se besan y acarician; en definitiva, ambos juegan y actúan el amor. El amor recíproco es acción, así se manifiesta, así se da a conocer. Amor y pasividad son antónimos. Es así como se da el fenómeno que Corbin reconoce, esa insistente manifestación de pena cuando de amor se trata, pues ese sentimiento melancólico una de las formas que tiene de ser liberado es escribiéndolo. Escribir sobre amor cuando éste es recíproco, es, desde mi perspectiva, estar perdiendo el tiempo ¡el amor se vive!
Sin duda el mejor ejemplo es uno mismo ¿les ha pasado? ¿Qué necesidad existe de manifestar el amor recíproco cuando eso se realiza en la práctica? Pues por eso pasa lo contrario con el amor no correspondido, pues falta la práctica y reina la acción por su ausencia.
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(“interlocutora”). Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 2004. p. 99.
Nadie vio que algún habitante negro del reino Negro haya secuestrado a la reina, pero se trataba de su máximo enemigo, era lógico por donde se le mire, ellos fueron. El Blanco Rey ordenó una nueva invasión, y dos propósitos tenía en mente: recuperar a su amada y destruir para siempre al reino Negro. Todo estaba listo, sólo había que partir; en eso llega un extraño, uno que no era habitante del reino Blanco ni del reino Negro, pues su ropaje muchos colores tenía. El extraño gritando le habló al Blanco Rey: “¡Su majestad, usted y todos sus súbditos se equivocan, no es su eterno enemigo el que se ha llevado a la Blanca Reina, sino un hombre con desconocidos para todos ustedes! Yo lo vi, tenía dreadlocks, pintados con color rojo. Lo notable es, su majestad, que su amada no estaba encerrada en una celda de oro o de fierros oxidados, sino la hermosa mujer se encuentra atrapada en su oreja, en la carne de aquel desconocido”.
En un bosque algo ya cotidiano, se encontró con un Payaso, un amigo, un gran amigo. Lo abrazó y algo le comentó, y éste, con esa mirada enferma un poema le regaló…
“En el jardín que parece un
abismo
la mariposa llama la atención:
interesa su vuelo recortado
sus colores brillantes
y los círculos negros que
decoran las puntas de las alas.
Interesa la forma del
abdomen.
Cuando gira en el aire
iluminada por un rayo verde
como cuando descansa del
efecto que le producen el rocío del
polen
adherida al anverso de la flor
no la pierdo de vista
y si desaparece
más allá de la reja del jardín
porque el jardín es chico
o por exceso de la velocidad
la sigo mentalmente
por algunos segundos
hasta que recupero la razón”(*)
Fue azar, pero me llegó, me interpretó. Payaso enfermo, gracias por otro momento de reflexión, esta vez, inconcientemente.
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*: “Mariposa”, Nicanor Parra.